No es que me guste llevar la contraria. O un poco igual sí. Pero viendo lo que pasa en Ucrania creo que debemos aprender a mirar las cosas desde otros puntos de vista, abrir las mentes, no dejarnos arrastrar por la corriente, superar los tópicos y ser valientes. Por eso digo sí a, esta, guerra.
A nadie le gustan los conflictos. A mí tampoco. Y, para que conste, les comparto que, con veinte años, fui uno de los primeros objetores de conciencia de la transición. Históricos nos llamaban, porque nos declaramos contrarios al servicio militar antes de que se aprobaran la ley y el reglamento que lo regulaban. Y por eso nos amnistiaron y nos pasaron a la reserva y, con el tiempo y entre todos, conseguimos que se suprimiera la mili obligatoria. No creo ser, por lo tanto, sospechoso de belicismo ni de atlantismo porque, entre otras cosas, mi primer cita con las urnas fue precisamente votar no a la OTAN.
Por todo ello -y no a pesar de ello- creo firmemente que, en estos momentos, Europa debe coger las armas y responder, con toda su fuerza, a esta invasión armada. Así lo creo. De frente y sin tapujos. Es inútil negarla: esta guerra hay que asumirla y toca implicarse en ella con todas sus consecuencias.
No estamos para medias tintas. No podemos responder a bombardeos con matasuegras. No vale detener el avance de los tanques con sanciones. No se combate una invasión armada con discursos. Y esto no va a para aquí: hoy es Ucrania; pero mañana será Lituania, Finlandia o Suecia. Y siempre será Europa. No es culpa nuestra. Es la guerra en la que nos metió Putin con sus delirios. Y es ellos contra nosotros. Pero no es eso solo: es la democracia contra la tiranía, es pararle los pies al abusón del instituto y es defender lo que tanto cuesta construir: la libertad.
Y es incómodo; por supuesto: nos obliga a poner en veremos todas nuestras creencias, nuestra tranquilidad y nuestro bienestar. Nos estropea los números y las previsiones de recuperación: nos incrementa el coste de nuestras obras públicas, de las materias primas y de la energía. Y nos da miedo. Pero es lo mejor que podemos hacer. O lo menos malo. Ucrania nos pide ayuda. Ucrania nos solicita entrar en la Unión Europea. Ucrania apela a nuestra fuerza contra el nacionalismo excluyente que les niega su existencia. Y esa es la disyuntiva: ser o no ser; existir o no existir. Es así de simple, así de paleto y así de imperialista. Y no podemos seguir haciéndole el juego a este dictador, celebrando lo simple de sus respuestas, aplaudiendo sus amenazas, haciendo negocios con él y cediendo a sus chantajes.
Porque no es invencible. Ni mucho menos: ni tiene la potencia militar de la que presume (ya ven la invasión rápida), ni tiene la potencia económica que pretende (un PIB menor que el de Italia) y solo puede amenazar con bravuconadas (cortar el gas o lanzar ataques informáticos). Y es que, como todos los tiranos, Putin tiene respuestas tontas para todo; para los musulmanes, los homosexuales, los liberales, los comerciantes y los disidentes todos: hay que acabar con todos ellos. Hay que hacer como que no existen y, después, exterminarlos. Y en eso coincide con los nostálgicos de los imperios: en que los que no piensan, no hablan y no son como ellos, sobran. Y frente a todos ellos solo cabe una solución: la firmeza. Por eso Europa tiene que apoyar a Ucrania y plantar cara al tirano.
Con nuestras armas.