Por Inaciu Iglesias, en El Comercio
La historia de la lucha obrera está salpicada de páginas heroicas: de sacrificios épicos y compromisos colectivos; de encierros, manifestaciones, huelgas y movilizaciones que reclamaron nuestra solidaridad porque del futuro de aquellos trabajadores dependía nuestra dignidad como país. Todos vivimos aquello. Y ahora, en otras circunstancias, en pleno siglo veintiuno, con esta omnipresente pandemia, en nuestro pequeño y verde país, en nuestras propias ciudades, en nuestra reivindicativa cuenca minera, vemos cómo otros trabajadores se vuelven a encerrar. Son tenderos, comerciantes y hosteleros que reclaman nuestro apoyo y solidaridad. Que quieren trabajar. Que nos piden abrir sus negocios. ¿Y nosotros? ¿Somos solidarios con ellos? ¿Apoyamos a estos tenderos como antes lo hicimos con los mineros? ¿O por ser propietarios –y no proletarios- los consideramos menos trabajadores? ¿Los entenderíamos mejor si fueran asalariados? ¿O ser dueños de sus negocios los convierte en enemigos del pueblo? ¿Y, en definitiva, cómo podemos ayudarles?
Todos dependemos de todos. Y ahora nos toca apoyar a nuestros hosteleros, comerciantes y autónomos. Con nuestro dinero; no hay otra forma. Piensen que cuando, después de una reivindicación obrera, se consiguen mejorar las condiciones laborales de nuestros mineros, profesores o administrativos, lo que se termina gastando es siempre nuestro dinero: suprimiendo dividendos públicos, reduciendo horas de convenio o aumentando el recibo de la luz. Y esas medidas siempre nos afectan a todos: porque cuando el minero no cobra, el tendero tampoco vive. Sin embargo, ahora parecemos olvidar que, cuando el tendero no cobra, los que tampoco vivimos somos todos nosotros. Porque sin comercio no hay economía y son los mercaderes -el zapatero, la chigrera, la ferretera o el carpintero- los que, con sus impuestos, pagan todo nuestro bienestar: nuestra sanidad, nuestra educación, nuestra cultura; y nuestras carreteras. Y, a cambio, lo único que nos piden es poder trabajar.
La verdadera solidaridad con nuestro comercio local consiste en usarlo; en gastar ahí nuestro dinero: en consumir en las llamadas tiendas de proximidad. Y sé muy bien -para cierta izquierda enamorada de la liturgia- todo eso es un problema. El consumismo, el gasto y el capital son términos que les suenan mal; les ofenden en lo más profundo: les resultan insoportablemente ordinarios y contradictorios con sus banderas al viento, sus puños levantados y sus gestos grandilocuentes. Porque una cosa es llamar a la solidaridad proletaria para conquistar los cielos y otra muy distinta rascarse los bolsillos y comprar los calcetines en la mercería de la esquina. Y aunque esto último es mucho más eficaz para el progreso y el bienestar de todos, algunos siguen prefiriendo los mitos del comunismo a las bondades del consumismo; los panfletos abstractos a las monedas concretas: la ucronía proletaria a la realidad propietaria. Así que no cuenten con ellos. Con los políticos, digo; con nuestros gestores de lo público: con los administradores de lo nuestro. O, por lo menos, con aquellos que lo único que hacen es repetir -y mal- los discursos de otros. Porque lo que necesitamos –y mucho más en estos tiempos cambiantes- son discursos propios, reales, pegados al terreno; que reivindiquen el orgullo de ser propietarios: que valoren la grandeza de disponer de una verdadera democracia de tenderos, vendedores y comerciantes.
Llevo pensando esto mucho tiempo. Uno de mis abuelos era minero y el otro comerciante; uno se dedicó al carbón y el otro al cartón: uno era proletario y el otro propietario. Y por más vueltas que le doy, no veo ningún motivo -ni uno solo- para estar más orgulloso de uno que del otro. Y por eso insisto en que este es el momento de la verdadera solidaridad propietaria.