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Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

De Europa va a venir mucho dinero. Y no podemos permitirnos otra vez contemplar cómo nos adelantan los demás y preparan más y mejores proyectos mientras nosotros nos entretenemos conferenciando

Demasiados de nuestros vecinos siguen viendo cómo se enrojecen sus cuentas

Con la que está cayendo, no es lo mismo depender de un sueldo que tener una panadería

Cansados; eso es lo que estamos. Hartos, incluso. Llegamos a esta tercera ola de la pandemia demasiado cansados, indignados y aburridos. O las tres cosas a la vez. Cuando empezó todo, en marzo, hace ya casi un año, estábamos entre despistados y asustados: no sabíamos qué hacer; teníamos miedo al desabastecimiento, a quedarnos sin mascarillas o sin equipos de protección. Y esa fue la primera ola: la de la incertidumbre. La segunda fue la de la emergencia: manos a la obra, fuimos descubriendo que algunos sacrificios funcionaban y que no podíamos llegar a la inmunidad de rebaño, así, a pelo. Y, así, confiamos en nosotros mismos, en la ciencia y en las autoridades; y llegaron las vacunas y las Navidades y la tercera ola; que creímos iba a ser la de la esperanza: la de la luz al final del túnel.

Pero, si somos sinceros con nosotros mismos, estamos todos algo cansados y aburridos y lo más que sentimos es una extraña y melancólica sensación de escepticismo. Desconfiamos de nuestros administradores –nada nuevo– que, no nos vamos a engañar, saben tanto o menos que nosotros y a los que ya solo pedimos que no nos causen más problemas de los que nos dicen resolver. Y entre tanta decisión inconsistente, entre tanta maniobra orquestal en la oscuridad, entre tanto despeje de balón y responsabilidades, comprobamos –y eso sí que es grave– que demasiados de nosotros se siguen arruinando.

Ruina, hambre y desolación. Demasiados de nuestros vecinos, gente normal –propietarios, profesionales y trabajadores– siguen viendo cómo, de la noche a la mañana, sus sueños se deshacen, se enrojecen sus cuentas corrientes y se van vaciando sus neveras. Y todos –de manera casi inevitable– nos vamos acostumbrando a tanto apocalipsis y bajamos la guardia y dejamos de estremecernos con las cifras de muertos y contagiados y ERTE y dimes y diretes. Y es que la cosa va por barrios.

No somos todos iguales. Con la que está cayendo, no es lo mismo depender de un sueldo que tener una panadería o una agencia de viajes o una copistería. Ya no. Y, mientras tanto, los hosteleros siguen haciendo ruido. Cosa normal, porque ellos viven de la calle y sienten el pulso de la ciudad; pero no son los únicos. Piensen, por ejemplo, en los chigres rurales ¿Tiene sentido que digamos luchar contra la despoblación rural y friamos a impuestos –hasta obligarles a cerrar– a los que solo quieren mantener abierto el, muchas veces, único bar del pueblo? ¿Subvencionamos el transporte rural y la internet rural y las escuelas rurales y matamos al bar-tienda de toda la vida? ¿Dejamos abiertas las farmacias y los estancos y las ferreterías y las peluquerías y culpabilizamos al chigre? ¿Son más importantes las grandes superficies que las casas de comidas?

De Europa, dicen, va a venir dinero. Mucho dinero. Y otra vez no podemos permitirnos contemplar –escépticos y asustados– cómo nos adelantan los demás y preparan más y mejores proyectos mientras nosotros –en nuestro pequeño y verde país– nos entretenemos conferenciando y reafirmando que todos estos fondos de la Unión son algo muy serio y muy moderno y muy implementables y debemos interiorizarlos muy bien y muy mucho. Porque con tanta retórica, políticamente correcta, lo único que hacemos es ocultar –sin conseguirlo– nuestro complejo provinciano y nuestra prudente, antigua y perezosa incompetencia.

Y no es tan difícil. No lo es. Cansados, indignados y aburridos, lo que toca ahora es preguntar. Preguntar a los que saben, a los que sufren, y a los que van a usar ese dinero para crear riqueza y empleo. Lo de siempre.

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