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Cuando la Filarmónica de Berlín inauguró el Filarmónica

por netastur

Por José Suárez Arias-Cachero, en El Comercio

Eran las once de la noche del 17 de mayo de 1944 cuando Hans Knappertbusch arrancó con el Preludio de Lohengrin, una de las piezas favoritas de Hitler, el concierto con el que se inauguraba el teatro Filarmónica de Oviedo.

A esa misma hora, el Mariscal Kesselring ordenaba la retirada en la Abadía de Montecassino. Los alemanes dejaban libre el camino hacia Roma a las tropas aliadas y 75.000 muertos alrededor de un monasterio que había sido refundado el mismo año de la batalla de Covadonga.

Unos minutos antes, el público ovacionó al general Plácido Álvarez-Buylla, ya octogenario, por haber liderado lo que sería el último gran logro de la burguesía ovetense: levantar un teatro en medio de las ruinas de la guerra civil y en pleno conflicto mundial.

Hay una foto de ese instante, en que Don Plácido, con aspecto decimonónico, corresponde al aplauso levantándose de su butaca en el patio, no en el palco. Un gesto inusual para la presunta élite carbayona de hoy, adicta al autobombo con mucho menos mérito.

Visto en la distancia es alucinante que la Filarmónica de Berlín, la mejor orquesta de su tiempo atravesara una Europa en guerra y destrucción para venir a inaugurar el Teatro Filarmónica. En esa gesta se entrecruzan realidades sobre las que merece la pena reflexionar.

Los músicos venían de tocar en el cumpleaños del Führer la misma “Heroica” de Beethoven que interpretaron en Oviedo. Impresiona verlos, apenas tres semanas antes, con los instrumentos listos, escuchando la soflama de Goebbels idolatrando a Hitler y arengando a la cúpula nazi con su perorata de vida y muerte, de destino y deber, mientras en sus rostros se adivina ya la derrota final.

Además de esas imágenes macabras, también se ven en el documental “La Orquesta del Reich” del director alemán nacido en Gijón, Enrique Sanchez Lansch, las maneras sublimes de Knappertbusch conduciendo con su estilo enérgico la Tercera Sinfonía. Están con él tres de los increíbles violinistas que lo acompañaron a Asturias: Taschner, Bastiaan y Erich Röhn, este último concertino gracias a la depuración de Szymon Goldberg, por ser judío, naturalmente.

El gran “Kna” no era precisamente el maestro preferido del régimen, incluso el mismo Goebbels le había despedido de la Opera de Múnich por no plegarse a las consignas de su ministerio. Pero estaba allí, en medio de la hecatombe, mirando para otro lado, como millones de alemanes. Como sus músicos, cuya pasividad cuando los compañeros judíos fueron purgados o cuando proscribieron a Mendelssohn, desafina hasta la náusea.

Setenta y cinco años después de la derrota del nazismo, en este momento en que el populismo trata de seducir con soluciones fáciles a los problemas complejos de nuestra época, conviene recordar como muchos y muy brillantes practicaron la indiferencia moral y trataron de eximirse de cualquier responsabilidad personal en lo que ocurría alrededor.

Gracias a Stanley Milgram y Hanna Arendt sabemos que las personas comunes y corrientes somos capaces de las mayores atrocidades y que los crímenes contra la humanidad son posibles por el miedo, la indiferencia y el silencio cobarde y victimista de individuos que como diría Nietzsche, son simplemente humanos, demasiado humanos, como nosotros.

Y humanos eran aquellos virtuosos cuyo mayor desvelo en ese viaje era conseguir café y tabaco para llevarlo escondido en las fundas de sus instrumentos y estraperlear en Berlín para pagar comida y favores a sus familias.

Gerhard Taschner, concertino en Oviedo, se cubrió de gloria huyendo de Berlín en el coche de Albert Speer. Fue después del último concierto. Con los rusos ayudando a la percusión con cañonazos. Sus compañeros tuvieron un gesto final de dignidad y rechazaron el ofrecimiento del ministro de armamento para huir después de tocar el Concierto para Violín de Beethoven.

Todos ellos, desde Knappertbusch hasta Taschner fueron rehabilitados después de la guerra. Siguieron con sus carreras y brillaron en los escenarios de todo el mundo. No se si alguna vez supieron que mientras ponían la banda sonora del nazismo, un tal Viktor Frankl, prisionero en Auschwitz, nos enseñaba que elegir nuestro comportamiento ante cualquier circunstancia es la última de las libertades humanas.

Podemos tener la tentación de mirar solo hacia Alemania cuando pensamos en la paradoja de una sociedad tan sofisticada e insensible a la vez.

Pero esa dualidad y ese mirar para otro lado también estaba presente en nuestro concierto del Filarmónica. La magia de Oviedo en ese momento fue igualmente miopía. No quisimos ver lo que significaba la guerra y el nazismo, ni supimos ver la inoportunidad de invitar a los alemanes cuando hasta Franco renegaba del eje y buscaba conectar con los aliados.

El concierto terminó a la una de la mañana con el Vals de las Chicas de Baden, una pieza ligera, apropiada para salir a estrenar el día de la Ascensión. Uno de aquellos tres jueves que brillaban más que el sol. Tratantes y ganaderos estaban ya de camino con sus reses hacia la feria de Oviedo que empezaría apenas unas horas después en el matadero.

El público entusiasmado esperó a los músicos a la puerta del teatro y los acompañó aplaudiéndolos hasta el cercano Hotel Principado.

Ese mismo día repetirían concierto, compitiendo con la bufonada del Bombero Torero que actuaba en Buenavista dentro del programa de La Ascensión. Oviedo siempre fue bipolar.

Los músicos siguieron camino de San Sebastián donde el 6 de junio, mientras los aliados desembarcaban en Normandía, repitieron programa en el Teatro Victoria Eugenia. Como si la guerra no fuera con ellos. Desde allí cruzaron Francia en tren bajo los bombardeos para llegar a Berlín sin daños reseñables.

Esta historia que nos parece tan lejana es todavía presente. Es presente porque nos recuerda los dilemas de nuestra de época y nuestra ciudad. También porque 76 años después, sobreviven al menos dos de los 1.179 protagonistas de aquella noche mágica, el contrabajista Erich Hartmann con 100 años recién cumplidos que sigue viviendo en Berlín y el actual presidente de la Sociedad Filarmónica Jaime Álvarez-Buylla quien encara los 90 y a quien dedico esta crónica.

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