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¿Para qué intervenir?

por dircomunicacion

Por Fernando Ramírez Carrera, en El Comercio

En el Chao San Martín se proyecta actuar en un yacimiento soslayando el conocimiento histórico e ignorando la divulgación del mismo

El eje vertebral de nuestra crítica al Proyecto de restauración del yacimiento del Chao Samartín no se limita a lo técnico, más bien son cuestiones previas de concepto y, más relevante aún, de ética patrimonial. Los errores iniciales se transfieren finalmente a las solucio­nes técnicas, pero el problema tiene mucho más calado.

En los últimos tiempos, pero nítidamente desde el Convenio de Faro de 2005 (sobre el valor del patrimonio cultural para la sociedad), ha cambiado el mo­delo de gestión del patrimonio. La herencia patrimonial común no será nunca más (o no deberá ser) un producto definido por las élites de la cultura (técnicas, políticas). Más bien se defiende un patrimonio cultural como construcción social, en el que la ciudadanía requiere opinión, participación y, lógicamente, beneficio. Estos cambios se trasladan inmediatamente a la concepción de las actuaciones, que deberán ser ahora mucho más exigentes en el análisis y respeto de los significados originales, y en la consideración del contexto humano y paisajístico en el que se ubican. En consecuencia, los técnicos (ar­quitectos, arqueólogos, conser­vadores, etc.) tendremos que adaptar nuestra actividad  a esa concepción más democrática, para el logro del reconocimien­to social del patrimonio. El del Chao Samartín es un ejemplo de proyecto según el modelo tradicional de gestión, en nuestra opinión siempre destructor: redactado por personas ajenas (física pero también espiritual­ mente) al lugar y a su significa­ do, a la poco tangible carga simbólica del sitio. Y por tanto se propone una actuación com­pletamente distante de las ne­cesidades reales, una actuación pretenciosa, importada y voraz.

Como en todos los proyectos ‘antiguos’, el producto obtenido es distante a la realidad del ob­jeto patrimonial, ignorante de su valor y significado origina­les, y, por tanto, y quizá invo­luntariamente, deforma esos valores generalmente sutiles e inestables.

Demos un paso más: en el caso de desearlo, ¿cómo vincu­lar emocionalmente una ruina, un yacimiento arqueológico con la ciudadanía para atraer su afecto? ¿Cómo alcanzar esos requerimientos exigidos hoy en la gestión del Patrimonio Cultu­ral? Uno, el más burdo, me­diante el retorno logrado a tra­vés de un beneficio económico (que sin duda existe). El otro, más ambicioso y complejo, me­diante la exhibición de unos restos, de manera que se com­prenda y aprecie el valor (ahora inmaterial) de lo mostrado: la Edad del Hierro, los Astures, la minería, la vida cotidiana, etc. A partir de ahí y muy ambicio­samente, intentar la paulatina creación de lazos emocionales entre el ciudadano contempo­ráneo y sus ancestros.

La ambición anterior impone dos condiciones: un conoci­miento muy preciso del yaci­miento y un lenguaje específico para la transmisión de dicho conocimiento. Y uno se pregun­ta, ¿qué arqueólogo ha partici­pado, aportando ese conoci­miento?: ninguno. Y más aún, construcción social, en el que la ciudadanía requiere opinión, ¿qué profesional de la museolo­gía se ha encargado de ‘traducir el discurso?: ninguno.

Debemos entender entonces que, en el caso que nos ocupa, se proyecta intervenir un yacimiento soslayando el conocimiento histórico o ignorado la divulgación del mismo. Y entonces, ¿para qué se exhibe el Chao? ¿No sería mejor re-enterrarlo?

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