Todos cometemos errores y nadie está libre de pecado. Yo mismo incumplí alguna ley en los ochenta haciendo pintadas en la calle
O sea que cuarenta años después de repetirnos y convencernos a nosotros mismos de que el carbón era un desastre, viene la Unión Europea -que también somos nosotros mismos- a explicarnos que es muy bueno tener las minas abiertas, muy ecológico mantener las térmicas funcionando y muy sostenible no depender del gas ruso. Y se nos queda cara de soplagaitas ¿En qué quedamos? ¿Estábamos confundidos antes? ¿O lo estamos ahora? ¿El carbón es malo malísimo y buen descarbonizador será el que nos hidrogenice? ¿O todo vale -incluyendo la nuclear- como energía verde? ¿Y, ya puestos, qué quiere decir verde? ¿Y por qué hay tanto daltónico?
Empecemos por lo básico: el carbón no es bueno ni malo, ni público ni privado, ni verde ni marrón: es negro y nuestro hecho diferencial es haber dejado su gestión en manos de delincuentes. Esa y no otra es la verdadera singularidad asturiana: la cobardía de haber entregado las llaves de nuestra soberanía a unos sinvergüenzas con nombre y apellidos: Villa y Vitorino, Vitorino y Villa y todos los demás que miraron para otro lado a cambio de tres prejubilaciones, dos comisiones, un puestín y media autovía. Y, por supuesto, renunciar a lo del bable.
Todos cometemos errores y nadie está libre de pecado. Yo mismo incumplí alguna ley en los ochenta haciendo pintadas en la calle. Otan non, carbón sí, y cosas peores poníamos -juntas o por separado- en muros, portones y donde podíamos. Y solo tiempo después, y por aquello de que rectificar es de sabios, empecé a pensar que estaba equivocado y que había que considerar otras cuestiones. Uno, que ser ciudadanos de la Unión Europea implicaba participar con todas las consecuencias en su defensa y eso incluía entrar en su estructura militar. Y dos, que no era políticamente razonable empeñarse en mantener un sector energético que resultaba imposible hacer económicamente rentable.
De tan preparados que nos creemos acabamos cegados por cuatro números mal colocados en un excel y nos olvidamos de lo importante
Pues ahora ya no lo creo. Y convertido en un cincuenter -pregúntenle a mis articulaciones- vuelvo a aquellas convicciones primeras. OTAN no, porque -tal como está ahora- la Alianza no es un ejército europeo; y eso es precisamente lo que necesitamos: asumir nuestra propia defensa y no depender de terceros. Y carbón sí, porque, al final, lo barato siempre sale caro y viceversa. Y esforzarse en mantener nuestra soberanía energética, o alimentaria, o sanitaria, o mediática, o emprendedora, o política, o industrial, o institucional o yo qué sé qué; resulta siempre mucho más rentable que apostar por la externalización, la sumisión y la dependencia.
Los verdaderos beneficios hay que mirarlos a largo plazo; y más si se piensa en clave de país. Y es un despilfarro empezar renunciando a fabricar cojinetes porque es más barato traerlos de no sé qué país del sudeste asiático, y acabar importando albóndigas precocinadas de asturiana de los valles ionizadas con el frescor salvaje de los limones del caribe.
Tontos. Somos unos tontos. De tan preparados que nos creemos acabamos cegados por cuatro números mal colocados en una excel y nos olvidamos de lo importante: que no hay recompensa sin esfuerzo, ni atajo sin trabajo y que las cosas dependen de nosotros mismos. La misma tontería sobre la imposible rentabilidad del carbón, nos la intentaron colar respecto a la leche, al acero, los puertos o las carreteras: que era de atrasados y románticos pretender gestionarlos nosotros aquí, en una Europa sin fronteras; y que debíamos cerrar nuestras acerías y vaquerías y astilleros y trefilerías y demás porque no eran viables. Y ya ven; al final tenía yo razón: necesitamos un buen ejército europeo, más energía propia y mejores fabes del país.