Por Iván de Santiago, abogado y escritor, en El Comercio
Mi amiga Silvia se licenció en Derecho en la Universidad de Oviedo apenas un par de cursos detrás de mí. Estuvo en Asturias y luego se fue a Barcelona. Allí logró un gran puesto en la asesoría jurídica de una empresa de transportes y lo desarrollaba feliz hasta hace un par de años. Me contó entonces que se había enamorado de un pintor y que estaba pensando en dejar el mundo jurídico y hacer algo en el mundo del arte. Le contesté que quizá ya estaba mayor para esas cosas, pero que, si le apetecía, ella siempre había estado cerca del mundo del arte, pues muchas veces me mandaba vídeos de exposiciones o veladas poéticas en Cataluña, que yo envidiaba sanamente.
Se lió la manta a la cabeza y ella y su novio decidieron abrir una galería de arte en el centro de Barcelona en septiembre de 2019. Los primeros meses fueron muy duros, porque nadie entra a algo nuevo, sino que ha de extenderse el ‘boca a boca’. Sobrevivían dando clases de pintura a niños y así, poco a poco, la vi sonreír esa Navidad, cuando volvió a casa a ver a sus padres, porque todo iba a ir a mejor.
Llegó la pandemia y la sonrisa se fue con los alumnos que no acudían a clase. Pau, su novio, tenía una exposición preparada en julio de 2020 que se canceló, como se canceló todo en el maléfico año pasado. En septiembre comenzaron a dar clases virtuales y, de momento, sobrevivían, mal que bien, según me contó en Navidades. No quería pensar en cerrar y volver a empezar. Decía que a los 48 todo cuesta mucho más, y habían puesto mucha ilusión en el proyecto.
En enero a Pau le compraron seis cuadros desde Dubai por medio de la página web. La mayoría del dinero la invirtieron en mejorar la galería, hacer más amplio el escaparate, hacer obras para quitarse un estrechamiento que tenía en la parte central y abrir un gran espacio diáfano en la parte posterior, a un patio enorme de manzana donde, me decía, los críos, al pintar, podrán ver las estaciones. Y Pau también.
El jueves por la noche les rompieron la luna a pedradas. El viernes intentó arreglarlo con el seguro, pero sabía, como buena letrada, que ningún seguro le iba a cubrir los actos vandálicos. Acabó encontrando un cristalero de Hospitalet de Llobregat que les reparó el cristal a las 7 de la tarde, aunque les costó 2.400 euros. Pero no podían dejar su tienda abierta.
El viernes por la noche les empotraron un contenedor ardiendo contra la luna y entraron. Se llevaron cuadros, pinceles, caballetes, y lo que encontraron. Después, el contenedor se quedó ardiendo dentro hasta que lo apagó un policía nacional con uno de los extintores de la tienda casi una hora después.
Dentro de lo que fue la galería de mi amiga Silvia ya no hay nada.
He intentado hablar con ella estos tres días, pero al otro lado del teléfono solamente escucho un llanto constante e imparable.
Si alguno de esos que hablan de la libertad de expresión y defienden a Pablo Hasel quiere su teléfono y tiene valor, se lo puedo dar. Y que la llamen. Y que le cuenten que sus sueños y su empeño personal tenía que fenecer a manos de una turba de inconscientes para pedir una amnistía.
Alguno podrá explicárselo. Yo, no puedo.
Porque también se me caen las lágrimas.