«Por supuesto que ganaderos y campesinos tienen algo que ver: los únicos que pueden romper platos son los que andan en la cocina. Pero de ahí a echarles la culpa a todos y llamarlos terroristas hay un trecho»
Cuesta mantener la cabeza fría cuando ves tu país quemando. Literalmente: más de cien incendios, en cincuenta conceyos, incluyendo el horno alto de Arcelor… Y la pregunta, rabiosa, explota sola en la garganta: ¿por qué? ¿cómo puede pasarnos esto? ¿de quién es la culpa? Y la respuesta, como en cualquier problema complejo, nunca es simple.
Por supuesto que ganaderos y campesinos tienen algo que ver: los únicos que pueden romper platos son los que andan en la cocina. Pero de ahí a echarles la culpa a todos y llamarlos terroristas hay un trecho. Son los últimos mohicanos, los guardianes del paraíso, la esencia de nuestra identidad: eso repetimos y, sin embargo, los tenemos abandonados. Completamente. Vayan, si no, a cualquier supermercado y miren cuántos productos hay de nuestra tierra y nuestro mar. Hicimos más rentable llenar de molinos la mar y la tierra, que trabajar en ellas. Y luego protestamos porque las legumbres, la anchoa o la madera laminada vienen de no sé donde.
Que los políticos hagan algo; que limpien el monte (como si fuera un jardín); que contraten bomberos voluntarios y obligatorios; o que transformen parados en brigadistas. Que lo hagan los políticos: los mismos a los que llamamos inútiles, aprovechados y corruptos, y no hacemos ningún caso.
No existen soluciones fáciles. Y no veo que nadie las tenga en exclusiva. Pero hay experiencias positivas de las que aprender. Y no hay que ser muy listo para saber que no hay mejor vigilante que el propietario. Se cuida mejor lo propio que lo ajeno. Y –allí donde se reconocen– los montes en mano común acaban mejor gestionados que los monocultivos y explotaciones privados o públicos. Menos subvenciones al eucalipto y más carbayales, castañeos, oveyes y cabres. Y, por supuesto, más paisanos.
No existen soluciones fáciles. Y no veo que nadie las tenga en exclusiva. Pero hay experiencias positivas de las que aprender
No aporta nada alimentar una escalada a ver quién hace las acusaciones más graves: eso solo genera división y frustración
Hay mucho que hacer. Y, en realidad, es más duro que difícil. Toca poner algunos cascabeles a los gatos, decidir qué queremos ser de mayores y aguantar los chaparrones de unos y otros. Pero es que ya no podemos seguir queriéndonos tan mal, esperando a que alguien importante haga algo y apostando por no ser. Este país nuestro lo cuidamos nosotros y nadie más, y cada vez está desatendido, y de los burócratas no va a venir ninguna solución. Así que no culpabilicemos a los que son parte de la solución.
Terroristas los llamamos. Y todavía no sé a quien. Pero es triste que ostentan la responsabilidad sobre este tema utilicen el desahogo fácil de la criminalización. Porque, cuidado: aquí nadie discute la gravedad de lo que pasa. No hace falta cargar las tintas: es instintivo; el fuego es destructor, lo quema todo, solo deja cenizas. Por eso no aporta nada alimentar una escalada a ver quién se pone más melodramático y quién hace las acusaciones más graves: eso solo genera división y frustración. Y si tuviéramos tan claro quienes son los culpables ¿por qué no los acusamos, detenemos y juzgamos discreta, civilizada y eficazmente? Pues porque nada está claro aquí, falta humildad, y el problema no se arregla con cuatro titulares a cual más encendido y cinco balones fuera; por mucha precampaña en la que estemos metidos.
Datos, datos, datos. Y soluciones. Háganme caso: cada vez que un administrador de lo suyo se defienda insultando a no sé qué culpables que se esconden en las tinieblas, pregúntenle —con educación— qué recursos concretos puso para identificar a esos sospechosos, qué medidas adoptó para evitar que tal cosa se repitiera, y de qué estadísticas dispone para chequear sus propias acciones. Y si no tiene nada, desconfíen: es todo humo; y ya sabemos que donde hay humo acaba siempre habiendo fuego.