Por Inaciu Iglesias, en El Comercio
Cuatro décadas y once legislaturas después, llegó el momento de disponer de un instrumento de primera: de aprobar un Estatuto a la altura de nuestras aspiraciones, al nivel de nuestras responsabilidades y al alcance de nuestros medios
Que alguien me explique por qué no vemos ninguna relación entre autogobierno y desarrollo
No quiero frivolizar, pero disfruten del verano que en septiembre empezamos la reforma de nuestro Estatuto. Es una buena cosa, una buena causa; no es mal momento y nadie debería tomarlo como un descrédito de lo hecho hasta ahora. Todo lo contrario: nuestros predecesores –con sus aciertos y errores– nos trajeron hasta aquí y ahora nos toca a nosotros mejorar su legado. Crecimos, acertamos, nos confundimos, evolucionamos, aprendimos y el traje ya nos queda algo pequeño: cuarenta años después empieza a reventar por las costuras.
Nuestro Estatuto se proyectó en el año 79 y se aprobó en el 81, y es fruto de la Transición. Fuimos en aquel entonces la primera autonomía uniprovincial y, a diferencia de otros territorios, no tuvimos que justificar nuestra trayectoria institucional ni nuestra vocación de autogobierno: fundamos un reino hace mil trescientos años, tuvimos un Consejo Soberano hace noventa, proclamamos nuestra soberanía dos siglos atrás y llevamos seiscientos años como Principado… Pero, precisamente por eso, suponíamos un problema para el sistema. Al absorber las atribuciones de la antigua Diputación y sumar las del nuevo ente autonómico, nuestro pequeño y verde país podía acumular más competencias que las de las ‘nacionalidades históricas’ con igual legitimidad. Y eso, después del 23-F y la LOAPA y demás, ya no podía ser. Así que tocaba recortar. Y recortaron. Vaya si nos cortaron y recortaron las alas y –ya para empezar– nos quitaron el estatus de comunidad histórica, nos ningunearon nuestra lengua y nos pisaron la dignidad. Y casi nadie protestó. Nuestros políticos, administradores y caciques provincianos estaban empeñados en salvar sus discursos, sus chequeras y sus prebendas y lo dejaron pasar. Tenían cosas mejores que hacer. Eso dijeron.
Igual que ahora; que cada vez que hablamos de reconstruir nuestro entramado institucional, dotarnos de más competencias, o mejorar nuestra gobernanza, algunos apoderados de lo nuestro siguen con lo mismo: que si no es el momento, que si es una cortina de humo, que si hay cosas más importantes ahora mismo… Y desde sus tribunas pretenden reñirnos por no hacer precisamente esas cosas que ellos mismos nos impiden hacer: crear mejor empleo, defender nuestras inversiones, negociar en un entorno global, competir con auténtica solvencia, afinar nuestra fiscalidad, retener nuestro talento, corregir nuestra despoblación y, en definitiva, encontrar nuestro sitio entre las locomotoras de tracción del mundo y no dejarnos arrastrar a la cola como vagones de carga.
Empecemos una nueva etapa. Basta ya de resistir y aceptar, de resignarnos y pedir: de esperar, inflamar y claudicar. Fuera complejos y miedos a perder las pensiones, las subvenciones o las inversiones. Y bienvenidos a la madurez; manos a la obra y empecemos a negociar. Cuatro décadas y once legislaturas después, llegó el momento de disponer de un instrumento de primera, de dotarnos de un nivel de comunidad histórica: de aprobar un Estatuto de primera, a la altura de nuestras aspiraciones, al nivel de nuestras responsabilidades y al alcance de nuestros medios. No queremos ser más que nadie, ni tampoco parecer, disponer o tener menos que los demás: menos responsabilidades, menos recursos o menos herramientas.
Necesitamos un Estatuto de primera y, para negociarlo, yo agradecería que alguien me explicara –honestamente– por qué nos merecemos menos que, por ejemplo, los catalanes, los vascos, los gallegos o los navarros: en qué –durante estas cuatro últimas décadas– nos fue mejor que a ellos, en cuánto contribuimos más que ellos a la caja común, en cómo nos responsabilizamos mejor que ellos de nuestro propio futuro, en dónde nos aprovechamos menos que ellos de las arcas públicas y en por qué seguimos empeñados en no ver ninguna relación entre autogobierno y desarrollo.
Y, juntos, construimos.