Por Isabel San Sebastián en ABC
Esta España ingrata, olvidadiza y ruín paga lealtad con desamparo, mientras claudica ante los chantajistas
En mi aldea de Asturias internet se ha mimetizado con los caracoles y las babosas, auténticos señores del lugar, hasta el punto de moverse a la misma velocidad. Llamas a Movistar, te marean con maniobras inútiles y ni siquiera te queda el recurso de amenazar con darte de baja, porque no hay alternativa. A nadie le interesa invertir aquí. Ni ahora ni nunca. Tampoco al Estado. Mi aldea forma parte de esa España olvidada que no grita ni se queja, no es violenta o victimista, no extorsiona ni crea problemas al gobierno de turno, sino que se limita a envejecer en silencio, impotente, contemplando cómo el futuro se le escapa de las manos ante la indiferencia cómplice de quien se llena la boca nombrándola cuando llega la hora de pedirle el voto.
Mi aldea de Asturias no está lejos del aeropuerto. Aquí las distancias son tan cortas en kilómetros como insalvables si hablamos de dotaciones indispensables para incorporarse a la globalización. El avión, que está a tiro de piedra, resulta inalcanzable para un gran número de personas. Volar a Madrid cuesta casi tanto como hacerlo desde allí a Nueva York, porque tampoco en eso hay competencia, ni subvenciones, ni interés alguno en ayudar a que despegue este precioso balcón verde asomado al Cantábrico. Hacia el suroeste, en la comarca de Tineo, cuyo pujante empresariado lucha por salir adelante remando contracorriente, están todavía peor. Llegar hasta sus alturas requiere subir un puerto de esos que me recuerdan a la infancia, cuando Europa acababa en los Pirineos y comparar nuestras carreteras con las de nuestros vecinos producía vergüenza. El último (y probablemente único) ministro que se preocupó por adecentar las comunicaciones de esta tierra fue Francisco Álvarez Cascos. Le sucedió José Blanco, quien paralizó las obras de una autovía cuyos pilares se alzan, desde entonces, como un fantasmagórico monumento al desamparo y la desidia. El AVE pasó de largo y ni está, ni se le espera, no por falta de necesidad, sino de masa electoral suficiente para atraer la atención de los políticos.
Mi aldea de Asturias se está despoblando, al igual que el resto de la comunidad autónoma. El verano trae una avalancha de turistas ansiosos por descubrir la belleza de sus rincones, pero su presencia constituye un fugaz espejismo. En cuanto se marchan, lo que permanece es la carencia de infraestructuras, la ausencia de oportunidades, el desinterés de los gobernantes y la cruda realidad de dos mayores de 64 años por cada menor de 16. O sea, una región condenada a convertirse en geriátrico.
Mi aldea de Asturias, una más de cuantas salpican este antiguo reino donde todo empezó, es, eso sí, el lugar perfecto para escribir novelas ambientadas en la Edad Media, sin dejar de deplorar que esta España ingrata, olvidadiza y ruín pague lealtad con abandono, mientras claudica ante los chantajistas.