La culpa es de los intelectuales: gente muy abstracta, con caprichos caros y siempre pendientes de las subvenciones
Recibimos miles de turistas y no tenemos un mal relato que contarles. Nada. Cuatro tópicos y tres reproches. Ay si otros tuvieran nuestra historia: cuánto más provecho le sacarían; pero nosotros, insisto, nada. ¿Para qué? Como buenos cosmopaletos, despreciamos lo que ignoramos, renunciamos a caer en cualquier bucle melancólico y presumimos de no explotar los sentimientos identitarios. Que se empieza diciendo afuega’l pitu y se acaba en el separatismo.
La culpa de todo es de los intelectuales: gente muy abstracta, con caprichos caros y siempre pendientes de las subvenciones. Así que no hay que hacerles caso. Que por algo, en nuestro pequeño y verde país, somos especialistas en escupir sobre nuestro pasado y no darnos ni cuenta. Celebramos el 1.300 aniversario de la batalla de Covadonga y hacemos como si nada.
Nuestro Rey Alfonso II fue el primer peregrino en hacer el Camino de Santiago y hacemos como si nada. Somos uno de los seis Principados que existen en Europa y hacemos como si nada. Y luego protestamos cuando nuestro patrimonio arqueológico, artístico, etnográfico, documental o lingüístico se deteriora sin remedio. Como si no fuera cosa nuestra.
Escuchen, si pueden, cualquier discurso institucional y verán que, aparte de cuatro tópicos y tres reproches, no tienen nada que decir
Y, mientras, seguimos gastando tiempo, dinero y esfuerzos en organizar -o en que nos organicen- festivales de esos impersonales, ruidosos y absurdos donde lo único que importa es el tamaño. Venga. A lo grande. Cuantos más mejor. Y es que somos imbéciles: les quitamos la esencia a nuestras celebraciones en una absurda competición haciendo que la mejor fiesta de práu ya no sea la mejor; sino la más grande. Y mientras lo hacemos repetimos eslóganes fomentando la pluralidad, la diferencia y la singularidad; pero para la cultura no: ahí todos iguales, que el tamaño es lo único que importa.
Y el ruido. Y el hormigón. Y la tontería. No hace tanto, en un estuche promocional de vaso de sidra con el que obsequiar a los turistas, nuestros expertos en turismo decidieron decorarlo con monumentos emblemáticos de nuestras tres principales ciudades. ¿Y a que no saben qué pusieron? ¿La torre de la catedral, acaso? ¿Algún palacio barroco? ¿Una iglesia medieval? No, no, no; nada de eso: lo que nuestras doctas autoridades consideraron que debíamos enseñar al mundo era el Niemeyer en Avilés, el Calatrava en Uviéu y la Laboral en Xixón.
Y esa es la relación que tenemos con nuestra identidad: pura y simple ignorancia. Y de las peores: de las que desprecian lo propio, nos hace sentirnos extranjeros en nuestro propio país y nos impide saber de dónde venimos, quiénes somos o qué hicieron nuestros antepasados. Y todo eso, aparte de ser culpa nuestra, nos está saliendo carísimo y tiene mal remedio: no podemos confiar en nuestras autoridades para conocer, por ejemplo, la obra del matemático Pedrayes, el Conde de Toreno o el Marqués de Santa Cruz. ¿Qué saben nuestros políticos sobre cualquiera de estos tres señores? ¿Aparte de que tienen una calle, qué pueden contarnos de ellos? ¿Cómo pretendemos entonces que sean capaces de elaborar un relato adecuado que proyectar a nuestros visitantes?
No hay nivel. Hagan la prueba: escuchen, si pueden, cualquier discurso institucional y verán que, aparte de cuatro tópicos y tres reproches, no tienen nada que decir. Hace algunos años estábamos visitando un molino de agua. Al vernos tan interesados en aquellas piedras, tan antiguas como inútiles, la paisana de la casa nos preguntó si queríamos ver algo guapo de verdad. Y le dijimos que sí. Y nos llevó hasta el corredor para enseñarnos muy orgullosa… el cuarto de baño recién arreglado.
Vivimos en un palacio y seguimos empeñados en no querer verlo. Por miedo.