Por Inaciu Iglesias en El Comercio
«Hoy, el verdadero enfrentamiento no es entre la derecha y la izquierda, ni entre los ricos y los pobres o entre los de arriba y los de abajo. Lo que de verdad está en juego es la importancia de la ley, el respeto al diferente y la asunción de nuestra propia responsabilidad»
«Fuerza y tolerancia no son términos excluyentes, en realidad son complementarios»
«No hay épica en la democracia, solo defensa de libertad, pluralidad y propiedad»
Empieza el año con una nevadona, muchas campañas de vacunación, un ‘Brexit’ descafeinado y la subida de la luz, claro; demagogias populistas, estatutos electrointensivos y descarbonizaciones expres aparte. Y sigue el omnipresente coronavirus mientras cambiamos de ciclo y de políticas y asistimos a un asalto a la colina del Capitolio entre patético y peligroso, probablemente las dos cosas; porque tiene su punto que el país que más gasta en defensa no sepa impedir la entrada a sus instituciones de unos indocumentados haciendo el indio. Y en Europa, como buenos provincianos, nos recreamos con las comparaciones: que si los nazis y el Reichstag de los años treinta, que si los apagafuegos pirómanos del 23-F español, que si los republicanismos bananeros de Venezuela o Nicaragua o las chiquillerías adolescentes de los de ‘rodea el congreso’ y ‘no me representan’. Y, en definitiva, de los totalitarismos de todo signo: de China, Hungría, Rusia, Turquía, Arabia, Polonia o Siria. Porque, haber, hay paralelismos para todos los gustos y nunca nieva a gusto de todos. Y, al final, en lo que deberíamos coincidir es en las preguntas ¿De verdad corre peligro la democracia? ¿Mandan los gobiernos o las redes sociales? ¿O las multinacionales? ¿Deberíamos empezar a ser más intolerantes con los intolerantes? Y, en definitiva, ¿quién vigila a los vigilantes?
Fuerza y tolerancia no son términos excluyentes. Ni contradictorios. Ni incompatibles. En realidad es todo lo contrario: son complementarios. Son los fanatismos los que nacen de la inseguridad, del miedo a cuestionar las propias convicciones, de no querer escuchar a los demás, de prohibir que se hable de determinadas cosas, de determinadas maneras, o en determinadas lenguas. De esa debilidad nace la intolerancia.
Y yo no soy partidario. De la intolerancia, digo: de prohibir escuchar. Porque a mí lo que más me gusta es una buena conversación: discutir con gente que no piensa como yo, parlamentar –de todo– con todos, escribir en un periódico donde conviven opiniones de todo tipo… Todo eso me parece apasionante. Y no entiendo a la gente que se cierra a entender las razones, o las opiniones, de los demás. O los hechos. O las lenguas. No es un problema de incomprensión: es pura intolerancia. Y por eso, hoy, el verdadero enfrentamiento no es entre la derecha y la izquierda, ni entre los ricos y los pobres, o entre los de arriba y los de abajo. No. Lo que de verdad está en juego –aquí y ahora– es el propio concepto de democracia: la importancia de la ley, el respeto al diferente y la asunción de nuestra propia responsabilidad.
La democracia sirve para evitar la tiranía. Punto. El resto es literatura. Por eso es aburrida: es cara, complicada y aburrida; y es el menos malo de los sistemas conocidos. Y no es infalible, no como los totalitarismos que tienen respuestas para todo. No hay lugar para la épica en una democracia de tenderos; solo la triste defensa de la libertad, la pluralidad y la propiedad. Y demasiadas personas se siguen considerando élite y no encuentran reconocimiento a sus muchas expectativas de gloria. Y culpan a los demás –a los de arriba, dicen– de sus pequeños fracasos. Y así vamos mal porque, para que una democracia funcione, lo primero es asumir las propias responsabilidades, los propios errores y aciertos, los muchos deberes y no solo los derechos, el compromiso real, la participación responsable y, sobre todo, la capacidad de discernimiento.
Sobra tensión, falta sentido común y no vale comportarse como ovejas, aunque algunos se pretendan disfrazar de lobos. O de bisontes. O de yo qué sé. No. Ya no.