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Por Inaciu Iglesias, en El Comercio

Ricos y pobres siempre los hubo. Y por mucho que peleemos por la igualdad, siempre los va a haber. Nunca disfrutaremos todos de las mismas oportunidades, ni las aprovecharemos igual; eso no va a pasar. Y en ese futuro incierto y cruel resulta innecesario ser más crueles todavía, o más papistas que los Papas, y –con la excusa de la meritocracia- empeñarnos en que toda la culpa, la responsabilidad o el mérito de lo que nos pasa es única y exclusivamente nuestra. Entre otras cosas porque provocaríamos, al mismo tiempo, tres malestares completamente evitables: uno, soberbia en las clases altas; dos, complacencia en las clases medias; y tres, depresión en las clases bajas. 

Pensar que los pobres son pobres porque son tontos o no se esfuerzan lo suficiente; que los ricos llegaron a serlo solo por sus propios méritos; o que en la clase media no hay más que mediocres -aparte de faltar a la verdad- a lo único que nos conduce es a no esforzarnos ni como individuos ni como sociedad. ¿Para qué hacerlo, si las cartas están marcadas, nada tiene sentido y todo da igual?

Por el contrario, si insistimos -también dogmáticamente- en que todo lo que nos pasa es solo culpa del sistema, la cosa no cambiará mucho. Puede que aumentemos la complacencia de algunos, la rabia de otros y la indiferencia del resto. Pero –paradójicamente- la conclusión a la que llegaremos será igual de paralizante: ¿para qué esforzarnos en mejorar, como individuos o como sociedad, si lo único que cuenta es acabar con el sistema, reventar el futuro y abajo el que suba? 

La única certeza es que -por suerte o por desgracia- las cosas son bastante más complejas que todo eso. Y algo más interesantes. Y mucho menos determinadas; porque ni estamos gobernados por alienígenas, ni alienados por clubes secretos que todo el mundo conoce, ni condenados por no sé qué fecha de caducidad encriptada en no sé cuál calendario apocalíptico. 

Lo que hagamos con nuestras vidas depende de tantos factores que nuestra aportación personal es suficientemente decisiva como para marcar la diferencia, pero no tan concluyente como para auto-inculparnos si no lo conseguimos. Nada es tan blanco ni negro y ni en la cima del éxito ni en el valle del fracaso están todos los que son, ni son todos los que están. Y en esta extraña orografía que llamamos desarrollo personal, somos nosotros mismos -como propietarios de nuestro destino- los que debemos fijar nuestros propios objetivos, decir bien claro lo que queremos -y lo que no- y pelear por disponer siempre de la última palabra. Entre otras cosas, porque eso nos permite elegir, nos hace madurar y nos obliga -aunque suene contradictorio- a ser libres. 

El exceso de determinismo nos convierte en manejables. Igual que el exceso de paternalismo nos lleva al infantilismo. Y el exceso de individualismo nos destruye. Por eso no debemos caer en ellos ni dejarnos arrastrar por la defensa resignada y políticamente correcta de la causa de los pobres y los débiles y las mujeres y los niños primero y los mayores y los diferentes y las víctimas de todos los males del mundo. No podemos hacerlo porque con ese discurso complaciente lo único que conseguiremos es confirmar que ninguno de ellos; es decir, todos nosotros; seremos nunca capaces de asumir nuestras propias responsabilidades, construir nuestro propio futuro o sellar nuestros propios compromisos sin resultar engañados. 

Y eso es lo que no queremos: seguir tratados como niños pequeños, como débiles de voluntad o como incapaces de tomar decisiones sin algún adulto que nos dicte lo que tenemos que hacer. 

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