Por Inaciu Iglesias, en El Comercio
Pensábamos que sería una guerra y, al final, es un virus. Pero menudo virus. Apocalipsis mediante, lo que está trastocando todo nuestro mundo es una pandemia; la de un coronavirus de nombre raro -COVID19- que, insisto, nos está mostrando lo frágiles que somos. Y lo fuertes también: lo muy capaces que estamos siendo de hacer lo mejor.
De ésta saldremos juntos -todos lo sabemos- y no es ningún deseo, mandato o consigna. Es una realidad. Y para ello tendremos que hacer una de estas dos cosas. O aceptar nuestra parte –grande o pequeña- de responsabilidad en la solución. O refugiarnos en la autocompasión, echar las culpas a los otros (los gobiernos, los mercados, las fronteras, la falta de ellas…) y resignarnos al papel de víctimas. Y ya no tenemos tiempo que perder. Tenemos que dar por recorridas las cinco etapas del duelo -negación, ira, negociación, depresión y aceptación- y centrarnos ahora en ser eficaces.
Quedarse en casa, incluso tumbados en el sofá, constituye ahora mismo un ejercicio de civismo. Es insultantemente fácil. Y muy difícil a la vez. Porque la vida sigue. Y, con nuestros errores y aciertos, acabaremos dejando muchos pelos en la gatera. Y superaremos esta prueba. Y nos costará sangre, sudor y lágrimas. Y habrá muchos muertos. Y esto último no es una metáfora. Y descubriremos entonces que los grandes cambios –y, con ellos, nuestra capacidad de asumirlos- tienen menos que ver con la legislación que con el ejemplo; más con nuestras actitudes, nuestra conciencia y nuestro comportamiento que con la regulación; mucho más con hacer lo que decimos que con decir a todo el mundo lo que tiene que hacer.
Porque nos movemos por imitación. Por miedo. Por instinto. Por supervivencia. Y por eso es tan importante predicar con el ejemplo, enseñar actitudes y establecer criterios de actuación claros. Conductas que todos podamos entender. Porque la gente las ve, las percibe, las asimila y entonces actúa. Con mucha más convicción que la casuística que pueda emanar de un decreto ley. Entre otras cosas porque, en estos entornos tan cambiantes, es imposible descender al detalle de todo, preverlo todo ni reglamentarlo todo.
Y claro que la vida sigue. Y que el flujo de bienes, productos y servicios debe continuar. Y por eso es normal que, en situaciones así, valoremos más lo más cotidiano, apreciemos, más que nunca, el esfuerzo de los otros, y reconozcamos la contribución de tantos profesionales y sectores que, hasta ahora, no sabíamos ni que existían. Todos dependemos de todos y, por eso también, aunque solo falle un eslabón, es la cadena entera la que se rompe. Si, por ejemplo, una empresa pierde a sus clientes, no podrá pagar a los trabajadores. Ni a los proveedores, ni a los arrendadores, ni a la agencia tributaria, ni a los bancos, ni a los accionistas. Por eso toca priorizar y ayudarnos unos a otros: porque eso -y no otra cosa- es un país, una comunidad, una patria, una sociedad…
La propiedad es importante. La pública y la privada. Y usted y yo, como propietarios que somos de lo público, debemos entender -ahora más que nunca- que los impuestos se puedan flexibilizar, aplazar o, incluso, perdonar. Igual que los propietarios de un local alquilado a, por ejemplo, una peluquería -que no puede ejercer su actividad- deberán entender que la renta de todas estas semanas se flexibilice, aplace o perdone. O el cobro de las hipotecas (esto va para los bancos). O el pago de los dividendos.
Y todo esto ¿por qué? Pues porque -insisto- todos dependemos de todos. Y es justo, inteligente y necesario cuidar los eslabones más débiles para que la cadena entera no se rompa. Y así debemos entender, finalmente, que no podemos obligar a pagar las cuotas, ni dejar sin prestaciones, ni castigar sin desempleo a los autónomos; esos héroes que muchos están descubriendo ahora.
Estas son las cosas que debemos entender nosotros. Usted y yo, digo. Los propietarios.