Por Inaciu Iglesias en El Comercio.
Trabajo todos los días junto con cien compañeros. En eso soy muy afortunado: en tener trabajo y poder compartir con ellos tantas cosas. Para empezar, más de ocho horas al día; pero también esfuerzos, proyectos, aciertos y errores. Por eso me resulta tan extraño que algunos teóricos de la vida, profesores y diputados, me vengan a explicar ahora lo de la lucha obrera y me quieran hacer enemigo del proletariado. Y de sus intereses. Porque no. Porque los sueños, las aspiraciones y las peleas de la clase trabajadora son los míos. Son los de los míos. Son los de la gente con la que comparto -todos los días- los cafés, los trabajos y los dineros. Y por supuesto que -como empresario que soy- a veces tengo diferencias con ellos. Y discutimos. Y negociamos y pactamos y, así, avanzamos. Por cierto, exactamente igual que discuto, negocio y pacto con los clientes, con los proveedores y con las instituciones. Y bastante menos de lo que discuto, negocio y pacto con los accionistas; ya saben: con los dueños y propietarios.
Por eso, a la vista de tantos intereses cruzados entre estos cinco colectivos, me parece ridículo intentar reducirlo todo a una sola lucha de clases: entre empresarios y trabajadores. Y me atrevo a preguntar lo siguiente: ¿Quién fortalece más a la clase trabajadora? ¿Los que crean empleos? ¿O los que los regulan? Dicho de otra manera: ¿Quién aporta más al fútbol? ¿Los jugadores? ¿O los árbitros? Y, ya puestos, los que crean empleo… ¿A quién benefician más? ¿A ellos mismos? ¿A los otros empleadores? ¿O a los demás trabajadores? Y antes de seguir con más preguntas difíciles, déjenme adelantarles la última respuesta: a todos. Son todos los que ganan con la creación de empleo, porque favorecer a la clase trabajadora nunca es una ecuación de suma cero. Y lo explico. Cuando un empresario -un teórico enemigo, según algunos- crea un solo empleo, aparte de generar más recaudación y ayudar a sostener el estado del bienestar, está modificando el mercado de trabajo. Está disminuyendo el número de personas en paro y aumentando el de personas trabajando. Y, al hacerlo, está contribuyendo a que los que ya están trabajando lo tengan más fácil para mejorar sus condiciones. Y es fácil de entender: en un sistema que se rige -como todos- por la ley de la oferta y la demanda, cualquier creación de empleo consigue que los ya trabajadores se vuelvan más fuertes, que el valor de sus bienes (es decir, su talento profesional) aumente su cotización, y que, por lo tanto, puedan negociar mejor sus contratos presentes y futuros: puedan elegir entre más y mejores posibilidades, rechazar las peores ofertas y, en definitiva, puedan aprovecharse de una espiral virtuosa en la que sus servicios están cada día más cotizados.
Pero si, por el contrario, con la paradójica idea de defender a los trabajadores de sus enemigos naturales, nos empeñamos en poner pegas a la actividad profesional de los empresarios, lo único que conseguiremos es que los cada vez más escasos empleos estén más y más demandados. Y, por la ya mencionada ley de la oferta y la demanda, no serán los empleadores los que compitan por ellos a base de mejorarlos. Sino los empleados, a base de empeorarlos. Y, como adolescentes asustados, se verán obligados a asumir unas condiciones cada vez peores: porque siempre habrá muchos otros candidatos dispuestos a aceptarlas; y a empeorarlas todavía más.
Pero tranquilos, que en nombre de la clase trabajadora, habremos impedido que sus verdaderos enemigos -esos que solo saben generar empleo- se salgan con la suya.